Laura Núñez Letamendia sobre ‘La vida de 100 años’

Laura Núñez Letamendia

Doctora en Economía, profesora de Finanzas en IE Business School y directora del Center for Insurance Research de IE

Sí, una vida de más de cien años es una gran oportunidad si somos capaces de hacer frente a los retos que plantea, que no son pocos; retos que necesitan una reflexión pausada y profunda, que debe ir encaminada a la propuesta de soluciones valientes y creativas, que aporten valor a los ciudadanos, evitando la exclusión de cualquier colectivo social. La creciente longevidad que estamos experimentando las personas va a tener un efecto significativo en muchas facetas (el gasto sanitario, la cobertura de las pensiones, el mercado laboral, la educación y formación, el ocio, la familia, etc.) y requerirá actuaciones que, con un enfoque holístico, sean capaces de transformar las actuales estructuras sociales y económicas para adaptarlas al nuevo entorno.

Hasta la fecha, los debates y recomendaciones para afrontar el envejecimiento de la sociedad se han centrado en dos ámbitos de índole económico, que no afrontan el problema en toda su dimensión: por un lado, el aumento de la edad de jubilación para incrementar el número de años cotizados y reducir al mismo tiempo el de los años en los que se cobrará pensión; por otro, el fomento del ahorro de las familias a través de fondos de pensiones privados que complementen las pensiones públicas.

Sin duda, el estado de la discusión con relación al primero está más avanzado y, de hecho, un gran número de países desarrollados han reformado la legislación relativa a las pensiones (entre ellos, España, en el año 2013), introduciendo un calendario para elevar de forma progresiva la edad de jubilación. Si bien los cambios introducidos no son radicales, ya que la edad de jubilación se eleva ligeramente, el debate continúa, sugiriendo que harán falta aumentos mucho más drásticos.

Promover el aumento de la edad de jubilación en un país como España, en el que la tasa de paro a inicios del año 2018 supera el 16 % de la población activa, tras descensos consecutivos desde el 27 % alcanzado en 2013, resulta cuando menos paradójico. Una tasa de paro tan elevada está sin duda mostrando que la oferta de puestos de trabajo por parte de las empresas no es suficiente para satisfacer la demanda de estos por parte de los ciudadanos.

Alargar la edad de jubilación de forma significativa, sin plantear medidas adicionales de fomento del empleo y de transformación del mercado laboral hacia modelos más flexibles, acentuaría el problema estructural de desempleo y provocaría, además, una incoherencia social: la coexistencia de una población laboral envejecida y de un paro juvenil elevado (la tasa de paro juvenil es del 36 % actualmente).

Por otro lado, los efectos positivos que esta medida generaría en la “caja de las pensiones” se verían neutralizados con los efectos negativos de tener que soportar/financiar una tasa de paro elevada y, aunque es cierto que este último esfuerzo recae más en la familia que en el Estado (especialmente en cuanto al paro juvenil se refiere), en última instancia es la misma sociedad la que financia ambos déficits a través de los impuestos o de forma directa.

La cuestión de elevar la edad de jubilación unos años supone, en mi opinión, un simple parche a una situación que requiere una transformación mucho más profunda de nuestras estructuras sociales y económicas e incluso de nuestra forma de entender la vida. En primer lugar, porque elevar dos, tres o cuatro años la edad de jubilación no soluciona el problema de financiar vidas que son treinta años más largas. En segundo lugar, porque no se puede abordar un incremento de la edad de jubilación sin plantear previamente cómo transformar el mercado laboral para que pueda absorber dicho incremento. En tercer lugar, porque la idea de alargar la vida laboral tal como la concebimos hoy horroriza a un elevado porcentaje de la población.

Tenemos entonces que reflexionar sobre cómo rediseñar el marco económico y social en el que vivimos para que efectivamente la longevidad se convierta en una oportunidad. Tras responder a la pregunta de “¿Cuántos años realmente es necesario trabajar para sostener financieramente una vida de cien años o más?”, tendríamos que plantearnos cuestiones como “¿Debe la etapa laboral de las personas constituir un ciclo ininterrumpido a lo largo de cuarenta o cincuenta años?”, “¿No deberían los ciudadanos tener capacidad de decisión en cuanto a la extensión de la jornada laboral (completa, parcial, excedencia, etc.) que quieren realizar en cada momento de su vida para adaptarla a sus circunstancias?”, “¿Qué cambios normativos harían falta para facilitar o al menos no frenar esta dinámica?” o “¿Cómo deberían diseñarse los sistemas públicos de pensiones para dar cabida a esta mayor flexibilidad?”. Por supuesto, los planteamientos que se hagan deben tener como base el mantenimiento de un estado de bienestar que garantice la cohesión social y el reparto justo de la riqueza. No cabe duda de que tenemos por delante una tarea compleja.

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