Guido Stein sobre ‘Leading the Way’

Guido Stein

Profesor del IESE Business School y presidente de EUNSA

Hace años, Drucker ya advertía de que desarrollar líderes era lo más importante en cualquier empresa, puesto que el resto era derivado. El liderazgo comienza y acaba con un problema de poder. El poder es la capacidad que una persona tiene de alterar las acciones de otra y, previamente, su pensamiento sobre la realidad. Se trata de una realidad poliédrica en la que se entremezclan tres elementos: la autoridad, el poder propiamente dicho y la influencia.

La autoridad tiene un aspecto formal que procede del lugar que el líder ocupa en la organización. Es el fundamento legal. Sin embargo, para el ejercicio del liderazgo, las fuentes de mayor autoridad son el conocimiento y la experiencia profesional. El poder de transformar las conductas y los estados de cosas se multiplica a su vez a través de la cooperación y la comunicación (dos asignaturas siempre pendientes para todo líder que se precie). Es el momento de la influencia, que aporta el reverso sutil de una realidad dura.

El poder, como otros activos, se gasta con un mal uso, se deteriora si no se usa y se corrompe si se abusa de él; sin embargo, a diferencia justamente de esos activos, se acrecienta si se acierta en el momento, en el modo y en la razón de su empleo. No obstante, el día a día nos presenta a menudo la cara menos amable del directivo liderando.

La obsesión con los beneficios y con la maximización del valor de las acciones incorpora la verdadera cultura corporativa de muchas -¿cuántas no?- empresas en las que trabajamos. Estos criterios, llevados a su extremo, desembocan en la avaricia, la desconsideración hacia terceros, el desprecio de la ética o la sublimación del egoísmo.

Aunque nos esforcemos en que no lo parezca, hoy casi todo está permitido. Lo relevante es vender y lo demás aparece como derivado o secundario. Si una compañía comete una ilegalidad, paga la multa y sigue haciendo lo que venía haciendo, alegando que va a cambiar todo para que en realidad no cambie nada, como aconsejaba el político revolucionario de Lampedusa.

Un reputado head hunter me comentaba hace un par de semanas: “Cuando me encargan la búsqueda de una consejera delegada, ¿qué crees que esperan los accionistas: una buena chica o alguien que les haga ganar dinero? La presión sobre el consejero delegado para que haga todo lo que pueda por ser competitivo y aumente el valor de la empresa es difícil de exagerar”. Claro que entonces no es improbable que una (o un) profesional se vea invitada o abocada a comportamientos impropios de una madre adorable, una compañera amable o una amiga fiable. ¿Será porque para ser competitivos en el trabajo hay que aparcar rasgos esenciales que nos distinguen como personas en la vida que es vida?

Los psiquiatras explican que a los psicópatas se les distingue porque usan hábilmente la máscara de la simpatía para escamotear sus peligrosas personalidades obsesivas. Esa máscara les permite presentarse y actuar como si les preocuparan los demás, buscaran su empatía y fueran considerados y generosos, cuando en realidad su único foco de atención son ellos mismos. A lo mejor nos queda otra, puesto que, como apuntaba el genial Picabia: “Tenemos la cabeza redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección”.

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