Sobre la economía real y la economía financiera

Antoni Saragossa i Domingo

Formador y consultor de gestión empresarial y emprendeduría y profesor-colaborador de la Universitat Oberta de Catalunya

Como afirma Wolfgang Streeck, desde el siglo XIX las teorías sobre el capitalismo occidental tienen una estrecha relación con aquellas teorías de las crisis escritas por Marx, Engels, Ricardo, Mill, Sombart, Keynes, Hilferding, Polanyi o Schumpeter, los cuales también auguraban su fin. Con el tiempo, ha quedado demostrado que el capitalismo ha seguido desarrollándose, sorteando, con y sin ayuda, todas las dificultades que han salido a su paso.

Aunque la crisis económica, financiera y fiscal del 2008 ha demostrado amargamente que el capitalismo contemporáneo está perdiendo su capacidad de “sostener una sociedad estable” como régimen económico, según el mismo Streeck, lo cierto es que no le ha aparecido ningún sucesor para sustituirlo. Mientras tanto, hay quien afirma que es posible “crear un capitalismo mejor”. Para ello han aparecido toda una serie de teorías que proponen formas de proteger o hacer frente a los excesos que el capitalismo infringe a la sociedad, es decir, cómo regularlo en aras del bien común.

El mejoramiento del capitalismo colisiona con su principal razón de ser y actividad central: la acumulación. Esto nos lleva directamente a la cuestión del beneficio y la rentabilidad. Su pérdida o debilitamiento obliga al poseedor del capital a la búsqueda de nuevas formas capaces de generar altos niveles del retorno de la inversión. Desde la década de 1990, esta exigencia ha predispuesto al inversor a desplazar su capital, progresivamente, de la economía real a la economía financiera. La introducción de innovaciones financieras, al ritmo de las desregularizaciones que han derivado de la férrea defensa neoliberal de la eficiencia del libre mercado, ha terminado por seducir a los inversores a dejar de lado la economía real; la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios, así como, la generación de un gran número de puestos de trabajo.

Como salvaguarda de la economía real contra los embates del capitalismo financiero se está recuperado y actualizando la metáfora schumpeteriana de la destrucción creadora (creativa); una fuerza capaz de mejorar el resultado de una empresa a través de las innovaciones que surgen de ella. Existe la certeza de que esto puede redundar en un crecimiento económico de las empresas y, mutatis mutandis, de un país. Relacionado con esto surge un paradigma empresarial que se ha ido consolidado en Europa Occidental: el emprendimiento.

De ecos schumpeterianos, la figura emprendedora se nos muestra como un tipo ideal de individuo que “crea puestos de trabajo y potencia la economía” a partir de empresas innovadoras (Comisión Europea, 2013). Por lo que respecta a España, estas esperanzas depositadas en la emprendeduría esconden una realidad que no pasa desapercibida en el Global Entrepreneurship Monitor: el 70% de emprendedores han creado la empresa por necesidad ante la precariedad laboral.

Una forma de emprender que ha emergido con fuerza es la startup; una empresa de marcado carácter innovador con un alto componente tecnológico y con grandes posibilidades de rápido crecimiento a partir de un negocio escalable. Su ecosistema se caracteriza, en cierta forma, por un neodarwinismo por el cual la innovación adquiere una connotación radical: la disrupción. Este es un contexto idóneo para que sociedades de capital riesgo y business angels puedan acumular dinero en un corto plazo.

Si, por un lado, la lógica de la economía financiera no permite un capitalismo mejor, por otro lado, parece insuficiente conciliar el crecimiento económico con la cohesión y la estabilidad social a partir del poder de la innovación disruptiva que irradia esta emprendeduría en auge relacionada con las TIC. ¿Otra burbuja puntocom?

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